Escrito por: Armando Navarro
El desplazamiento forzado y la violación de los derechos fundamentales son las secuelas históricas de la ruralidad colombiana. Este lastre estructural no ha cambiado durante décadas, sometiendo a los pueblos ancestrales, afros y campesinos al desplazamiento, pobreza y desarraigo cultural.
Esta sistemática violencia con nuestros compatriotas es vergonzosa para la humanidad. Recordar el genocidio y etnocidio de más de 65 millones de nativos en manos de los colonizadores españoles, ingleses, franceses y portugueses es indignante para nuestra América Latina.
Pero lo doloroso es la persistencia con que se sigue el saqueo de muerte en pleno siglo XXI, no fueron suficientes los 300 años de Colonia, ni el periodo de la supuesta «Independencia» entre los procesos de República y Estado Nacional. Ahora en el actual “Estado Social de Derecho” se mantienen intactas las violencias estructurales, culturales y directa.
Cuando hablamos de violencia estructural o denominada invisible, sistémica, oculta-da, indirecta o institucional, (GALTUNG, 1996; TORTOSA, 2002 y 2003), nos referimos a la que no involucrar a actores que hagan daño a través de la fuerza, sino que es mediante prácticas de injusticia, desigualdad e insatisfacción de las necesidades humanas, fundamentadas en la no distribución de las riquezas sin equidad social, que se entregan a favor de algunos pocos en perjuicio de las demás.
La violencia directa es la más conocida y evidente en nuestros campos, la tortura, amenazas y muerte son las recurrentes para generar pánico colectivo y desplazamiento de sus territorios, con el objetivo de apropiarse de sus tierras a precios regalados, sin dejar de lado los traumas psicológicos de odios, miedos y enemigos.
De igual forma, la violencia cultural es la que se incrusta en las personas de forma sutil como verdades absolutas, la religión, el arte, el lenguaje, los mensajes de los medios masivos de comunicación, la simbología, (banderas, himnos, consignas etc.), son instrumentos que potencian las otras violencias para legitimar el modelo impuesto por una elite que tiene como objetivo el control social, cultural y económico por encima de la vida humana y del planeta.
La violencia cultural-occidental denigra, minimiza y subestima nuestras culturas ancestrales, afros y campesinas, colocándolas en espacios vergonzantes de pobreza subdesarrollo y atraso, haciéndoles creer que para ingresar a los países “desarrollados” deben cambiar sus prácticas y cosmovisión matriztica y vernácula, esta perversa intención ha justificado las otras violencias cargadas de argumentos para que actúen sin limitación.
Estas violencias son el abanico y abren las puertas a este modelo de mercado, consumista, competitivo, monopólico y homogenizante, estandarizado la sociedad como único modelo de vida, digno de replicar y perpetuar en las presentes y futuras generaciones, haciéndoles creer que este modelo de “desarrollo” nos sacará de tercermundistas y «pobretones».
La importancia de entender las diferentes violencias sistemáticamente impuestas en nuestros territorios, nos llevan a conocer más afondo la multiplicidad de acciones en contra de la vida y la ruralidad, la apropiación ilegal de las tierras productivas de nuestro país y del continente se acelera cada vez más. Este accionar demencial de unas elites que no solamente han atentado con la vida como derecho fundamental, sino que han violentado los ciclos naturales del planeta y de las autonomías de los pueblos despojándolos del relacionamiento con la tierra y los territorios.
Esto nos lleva a concluir infortunadamente que la tierra no es para el que la trabaja, ni para los pueblos originarios o ancestrales, son para los que han implementado sistemáticamente estas violencias por negocio y codicia.
A pesar que Colombia es uno de los países de América Latina que cuenta con un 99,6 % de ruralidad según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC y que tan solo el 0,36 por ciento corresponde a las zonas urbanas, no ha tenido una política pública rural con enfoque diferencial y de género ajustada a su realidad socioeconómica y cultural, por lo contrario, podemos decir que la distribución y titulación de la tierra a sus pobladores ha sido absolutamente inequitativa. La concentración de la propiedad de la tierra es cada vez mayor.
Según la contraloría general de la República (2002) el coeficiente de Gini rural que mide la desigualdad y concentración de la tierra es del 0,87%, y según el Cede de la Universidad de los Andes pasó de 0,74% a 0,88%, indicándonos que unos pocos son los dueños de la mayoría del terreno productivo en Colombia, fundamentalmente en Córdoba y Caquetá, con mayor desigualdad en Antioquia y Valle.
Como complemento a esta cifra, en Colombia el 80% de las tierras está en manos del 10% de propietarios invasores e ilegales y donde el 6,6% millones de hectáreas fueron adquiridas a través del terror, homicidios, violaciones y amenazas y los pocos que quedaron vivos y con posesión de tierras son el 18% propietarios que no tienen formalizado sus titulaciones. El 80% de los pequeños campesinos tiene menos de una Unidad Agrícola Familiar (UAF), es decir que son microfundistas.
Pero ante este saqueo no solo el latifundio se ha fortalecido y la concentración de la tierra por parte de los narcotraficantes ha crecido exponencialmente, sino que el minifundio sigue teniendo importancia en el país. De los 2,792.584 predios que hay en el país, 492.744 ocupan cerca de 52.000.000 de hectáreas, mientras que los predios de minifundio ocupan menos de 10.000.000 de hectáreas. Según este cuadro 3. Martínez, Correa, (2002)
Esta radiografía dolorosa que se sigue cometiendo contra nuestros pueblos, no tiene precedentes en la historia universal, esta política de “Tierra Arrasada” lo que nos ha dejado es pobreza y muerte. Este despojo ha generado desplazamientos masivos a sectores desconocidos y agrestes para su cultura, el 86% de los desplazados se dirigen a zonas urbanas, fundamentalmente a Bogotá, Medellín, Turbo, Montería, Apartadó, Barranquilla, Necoclí, Barrancabermeja, Cali, Girón, Sogamoso y Popayán. Parra, Tortosa (2003).
Lo preocupante de este desplazamiento es que seguirá aumentando en los años venideros, las inversiones, el acaparamiento de tierras, los tratados de libre comercio, la parapolítica, empresarios, narcotráfico y el modelo económico financiero entre otros, seguirán nutriendo este fin económico.
Conclusiones.
Mientras que persista este modelo lineal, jerárquico y depredador a través de estas elites, nuestras comunidades seguirán destinadas a morir en la pobreza, sin futuro y sin esperanza de poder regresar a sus tierras.
Podemos concluir según estudio de Gaviria & Muñoz (2007), la acelerada concentración de la tierra está directamente relacionada con el conflicto armado, ligado a la intimidación de sus pobladores provocando un significativo abandono de sus predios, incrementando así, la concentración de la tierra y desplazamiento forzado.
Ante estas violencias sistemáticas, algunas comunidades dentro de sus territorios han resistido con dignidad, gracias a sus prácticas naturales de complementariedad y equilibrio con la naturaleza. El filósofo y biólogo Humberto Maturana lo denomina lo matriztico que se fundamenta en vivir en cooperación, participación, interconectividad, cuidado, atención y, amor.
Es de resaltar que a pesar del terror sembrado por estos actores violentos las comunidades y organizaciones sociales étnicas, afrodescendientes y campesinas se han venido reorganizando en sus territorios para enaltecer la vida, entre ellas tenemos; organizaciones de “Decrecimiento”, “El Vivir Bien”, “Desglobalización”, “Eco-socialismo”, “Soberanía Alimentaria”, “Eco-feminismo”, “Los Comunes”, “Economía Solidaria”, “Economía para la Vida”, «Economía del Cuidado» y “Economía de Transición” entre otras. Esto nos indica que aunque la lógica de la globalización es permear todas las culturas, muchas de ellas se han podido reencontrar para blindarse a través de prácticas y luchas ancestrales, donde manifiestan que ellos no son dueños de la tierra, ellos pertenecen a ella, no piden derechos de propiedad, exigen es el «Derecho de Relación» con la Madre Tierra.
Este monopolio del poder, coercitivo y corrupto que han engendrado las diferentes violencias, es fiel reflejo de un Estado Neoliberal que no cumplió su deber ser, desvirtuando el buen vivir por la codicia individualista y el enriquecimiento fácil, ligero e ilícito. Dejando consecuencias irreparables tanto en vidas humanas como psicológicas, sociales, culturales y naturales.
Lo que necesitamos son cambios estructurales del modelo occidental antropocéntrico, por una cosmovisión biocentrica, armónica y democrática que garantice los derechos humanos y naturales.
La violencia estructural, cultural como la directa, son fenómenos anclados y gestados por omisión o por acción de los poderes económicos, políticos y sociales del estado, que no solamente se dan desde los niveles locales, regionales y nacionales, sino que se han originado desde los escenarios internacionales, (Organización Mundial del Comercio- OMC, Fondo Monetario internacional -FMI, Banco Mundial -BM, entre otros). Se debe hablar de violencias y no se debe tapar con eufemismos el lastre delictivo de estos gobernantes.
BIBLIOGRAFÍA:
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Concentración de la tierra en Colombia
El sector rural en Colombia y su crisis actual